vigilar - Escuela de Arte Nº 501. San Nicolás de los Arroyos.

Más bien una tecnología nueva: el desarrollo, del siglo XVI al XIX, de un ...... se
educa y corrige, sobre los locos, los niños, los colegiales, los colonizados, sobre
aquellos ...... sino un "miserable montón de hierros viejos, de andrajos, de ropa
usada", ...... [263] 41 Instruction par l'exercice de l'infanterie, 14 de mayo de 1754.

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V I G I L A R
Y C A S T I G A R


n a c i m i e n t o d e l a
p r i s i ó n p o r


M I C H E L F O U C A U L T














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L I B E R A L O S L I B R O S






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Siglo veintiuno editores Argentina s. a.
LAVALLE 1634 11 A(C1048AAN), BUENOS AIRES, REPÚBLICA ARGENTINA

Siglo veintiuno editores, s.a. de c.v.
CERRO DELAGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310, MÉXICO, D. F

364 Foucault, Michel
FOU Vigilar y castigar : nacimiento de la prisión.- 1a, ed.-Buenos
Aires : Siglo XXI Editores Argentina, 2002. 314 p. ; 21x14 cm.- (Nueva
criminología y derecho)
Traducción de: Aurelio Garzón del Camino

ISBN 987-98701-4-X

I. Título. - 1. Criminología

Título original: Surveiller et punir
© 1975, Gallimard
© 1976, Siglo XXI Editores, S.A. de C.V.

Portada original de Anhelo Hernández

1a reimpresión argentina: 2.000 ejemplares © 2002, Siglo XXI Editores
Argentina

S.A.
ISBN 987-98701-4-X

Impreso en Industria Gráfica Argentina Gral. Fructuoso Rivera 1066, Capital
Federal, en el mes de marzo de 2003

traducción de
AURELIO GARZÓN DEL CAMINO

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decir, antecediendo al texto de la página que
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INDICE



SUPLICIO 6


I. EL CUERPO DE LOS CONDENADOS 6

II. LA RESONANCIA DE LOS SUPLICIOS 31

CASTIGO 66


I. EL CASTIGO GENERALIZADO 66

II. LA BENIGNIDAD DE LAS PENAS 95

DISCIPLINA 123


I. LOS CUERPOS DÓCILES 123

II. LOS MEDIOS DEL BUEN ENCAUZAMIENTO 156

III. EL PANOPTISMO 179

PRISIÓN 209


I. UNAS INSTITUCIONES COMPLETAS Y AUSTERAS 209

II. ILEGALISMOS Y DELINCUENCIA 235

III. LO CARCELARIO 271

LÁMINAS 286





C O N T R A T A P A


Quizá nos dan hoy vergüenza nuestras prisiones. El siglo XIX se sentía
orgulloso de las fortalezas que construía en los límites y a veces en el
corazón de las ciudades. Le encantaba esta nueva benignidad que remplazaba
los patíbulos. Se maravillaba de no castigar ya los cuerpos y de saber
corregir en adelante las almas. Aquellos muros, aquellos cerrojos, aquellas
celdas figuraban una verdadera empresa de ortopedia social.
A los que roban se los encarcela; a los que violan se los encarcela; a los
que matan, también. ¿De dónde viene esta extraña práctica y el curioso
proyecto de encerrar para corregir, que traen consigo los Códigos penales
de la época moderna? ¿Una vieja herencia de las mazmorras de la Edad Media?
Más bien una tecnología nueva: el desarrollo, del siglo XVI al XIX, de un
verdadero conjunto de procedimientos para dividir en zonas, controlar,
medir, encauzar a los individuos y hacerlos a la vez "dóciles y útiles".
Vigilancia, ejercicios, maniobras, calificaciones, rangos y lugares,
clasificaciones, exámenes, registros, una manera de someter los cuerpos, de
dominar las multiplicidades humanas y de manipular sus fuerzas, se ha
desarrollado en el curso de los siglos clásicos, en los hospitales, en el
ejército, las escuelas, los colegios o los talleres: la disciplina. El
siglo XIX inventó, sin duda, las libertades: pero les dio un subsuelo
profundo y sólido - la sociedad disciplinaría de la que seguimos
dependiendo.
De Michel Foucault, Siglo XXI Editores ha publicado también El nacimiento
de la clínica. La arqueología del saber. Las palabras y las cosas. Historia
de la sexualidad 1 : La voluntad de saber. Historia de la sexualidad 2: El
uso de los placeres, Historia de la sexualidad 3: La inquietud de sí y
Raymond Roussel.




SUPLICIO




I. EL CUERPO DE LOS CONDENADOS


(11) Damiens fue condenado, el 2 de marzo de 1757, a "pública retractación
ante la puerta principal de la Iglesia de París", adonde debía ser "llevado
y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera
encendida de dos libras de peso en la mano"; después, "en dicha carreta, a
la plaza de Grève, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado
[deberán serle] atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y
su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho
parricidio,[1] quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas
se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera
y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y
desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el
fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento".[2]
"Finalmente, se le descuartizó, refiere la Gazette d'Amsterdam.[3] Esta
última operación fue muy larga, porque los caballos que se utilizaban no
estaban acostumbrados a tirar; de suerte que en lugar de cuatro, hubo que
poner seis, y no bastando aún esto, fue forzoso para desmembrar los muslos
del desdichado, cortarle los nervios y romperle a hachazos las coyunturas.
. .
"Aseguran que aunque siempre fue un gran maldiciente, no dejó escapar
blasfemia alguna; tan sólo los extremados dolores le hacían proferir
horribles gritos y a menudo repetía: 'Dios mío, tened piedad de mí; Jesús,
socorredme.' Todos los espectadores quedaron edificados de la solicitud del
párroco de Saint-Paul, que a pesar de su avanzada edad, no dejaba pasar
momento alguno sin consolar al paciente."
Y el exento [4] Bouton: "Se encendió el azufre, pero el fuego era tan pobre
que sólo la piel de la parte superior de la mano quedó no más que un poco
dañada. A continuación, un ayudante, arremangado por encima de los codos,
tomó unas tenazas de acero hechas para el caso, largas de un pie y medio
aproximadamente, y le atenaceó primero la pantorrilla de la pierna derecha,
después (12) el muslo, de ahí pasó a las dos mollas del brazo derecho, y a
continuación a las tetillas. A este oficial, aunque fuerte y robusto, le
costó mucho trabajo arrancar los trozos de carne que tomaba con las tenazas
dos y tres veces del mismo lado, retorciendo, y lo que sacaba en cada
porción dejaba una llaga del tamaño de un escudo de seis libras.[5]
"Después de estos atenaceamientos, Damiens, que gritaba mucho aunque sin
maldecir, levantaba la cabeza y se miraba. El mismo atenaceador tomó con
una cuchara de hierro del caldero mezcla hirviendo, la cual vertió en
abundancia sobre cada llaga. A continuación, ataron con soguillas las
cuerdas destinadas al tiro de los caballos, y después se amarraron aquéllas
a cada miembro a lo largo de los muslos, piernas y brazos.
"El señor Le Bretón, escribano, se acercó repetidas veces al reo para
preguntarle si no tenía algo que decir. Dijo que no; gritaba como
representan a los condenados, que no hay cómo se diga, a cada tormento:
'¡Perdón, Dios mío! Perdón, Señor.' A pesar de todos los sufrimientos
dichos, levantaba de cuando en cuando la cabeza y se miraba valientemente.
Las sogas, tan apretadas por los hombres que tiraban de los cabos, le
hacían sufrir dolores indecibles. El señor Le Bretón se le volvió a acercar
y le preguntó si no quería decir nada; dijo que no. Unos cuantos confesores
se acercaron y le hablaron buen rato. Besaba de buena voluntad el crucifijo
que le presentaban; tendía los labios y decía siempre: 'Perdón, Señor.'
"Los caballos dieron una arremetida, tirando cada uno de un miembro en
derechura, sujeto cada caballo por un oficial. Un cuarto de hora después,
vuelta a empezar, y en fin, tras de varios intentos, hubo que hacer tirar a
los caballos de esta suerte: los del brazo derecho a la cabeza, y los de
los muslos volviéndose del lado de los brazos, con lo que se rompieron los
brazos por las coyunturas. Estos tirones se repitieron varias veces sin
resultado. El reo levantaba la cabeza y se contemplaba. Fue preciso poner
otros dos caballos delante de los amarrados a los muslos, lo cual hacía
seis caballos. Sin resultado.
"En fin, el verdugo Samson marchó a decir al señor Le Bretón que no había
medio ni esperanza de lograr nada, y le pidió que preguntara a los Señores
si no querían que lo hiciera cortar en pedazos. El señor Le Bretón acudió
de la ciudad y dio orden de hacer nuevos esfuerzos, lo que se cumplió; pero
los caballos se impacientaron, y uno de los que tiraban de los muslos del
supliciado (13) cayó al suelo. Los confesores volvieron y le hablaron de
nuevo. Él les decía (yo lo oí): 'Bésenme, señores.' Y como el señor cura de
Saint-Paul no se decidiera, el señor de Marsilly pasó por debajo de la soga
del brazo izquierdo y fue a besarlo en la frente. Los verdugos se juntaron
y Damiens les decía que no juraran, que desempeñaran su cometido, que él no
los recriminaba; les pedía que rogaran a Dios por él, y recomendaba al
párroco de Saint-